miércoles, 15 de abril de 2009

Excurso: Shostakovich y la resistencia al estalinismo

Por Slavoj Zizek


¿Qué hace a los músicos seres tan especiales? Durante años la música fue vista y escuchada como parte de las sublimes fuerzas de nuestra humanidad. La más excelsa por pertenecer al curioso ámbito de lo no representado, de lo no visto. De todas las artes era la única que oficiaba su desaparición una vez concluida su ejecución. La música formaba parte de lo invisible, de lo intocable ¡en fin! arte efímero que huía del imperio de lo visto. Hoy en día la música, el bello arte de la organización de los sonidos en el tiempo, es abordada cada vez más por la filosofía, con el desparpajo habitual el filósofo recurre a la música para alejarse de las demás artes pertenecientes al mundo como representación, agotado de la vista, escucha cansado lo que la música (y los músicos) tiene que decirnos, y lo que escucha no siempre es grato, hay pues que prestar atención a este diálogo, a esta conversación de ciegos que nos descubre nuevas cosas acerca del mundo a través de la música. Inauguramos esta sección con el filósofo eslovaco Slavoj Zizek, quién polémico, agudo y casi con insidia va desmenuzando los mítemas que conformaron la vida musical de Dmitri D. Shostakóvich, sus composiciones bajo el estalinismo, las heroicas y las que no lo fueron tanto… ¿Qué tendrá esto que ver con la música se preguntará? Todo. La música no puede ser separada del mundo de la vida. Mucho menos el músico que lo habita.

Gaceta ESM.

¿Cuál era la posición de Shostakovich en relación con el discurso oficial del partido? Después de la publicación por Volkov de las discutibles memorias de Shostakovich, se hizo habitual ensalzar a éste como el último y heroico disidente secreto, como una prueba viviente de que hasta en las terribles condiciones del apogeo del estalinismo, era posible comunicar un mensaje crítico. El problema de ésta interpretación es que presupone una escisión imposible: cuando se nos dice, por ejemplo, que el “verdadero significado” del finale de la Quinta Sinfonía es sarcástico, una burla del mandato estalinista de ser feliz (de forma que su triunfal martilleo rítmico es realmente el martilleo de los clavos sobre el ataúd, como hizo notar Rostropovich); o que el “verdadero significado” del primer movimiento de la Sinfonía de Leningrado es describir la marcha terrorista de la conquista comunista (no la del Ejército alemán); o que la Undécima Sinfonía describe el estallido no de la revolución de 1905, sino del levantamiento húngaro de 1956 (es por lo que, supuestamente, después de oírsela interpretar al piano, su hijo Máximo le dijo al compositor: “Te matarán por esto”), y así sucesivamente.


La idea es que éste mensaje verdadero era absolutamente transparente para todos los compañeros de disidencia, incluso para los miles de personas del público normal que reaccionaron con entusiasmo ante ésta música (para cualquiera que tuviera “oídos para oír” como se afirma de ordinario); pero al mismo tiempo, de alguna forma misteriosa, absolutamente opaco para las gentes del poder, para la nomenklatura política y cultural. ¿Era de verdad la nomenklatura tan increíblemente estúpida para no captar lo que miles de personas normales captaban? ¿Y si la solución fuera mucho más sencilla? Quizá la conclusión es que el mismo oyente podía moverse en ambos niveles, de la misma forma que el Hollywood de la época clásica, controlado por el Código Hayes, jugaba con dos niveles: el del texto explícito e ideológicamente inocente, y el del mensaje oculto (sexualmente) y transgresor.


Por desgracia, la noción de “disidente secreto” es un oxímoron: la esencia misma del acto de un disidente se encuentra en que es público. Como el niño proverbial de “El vestido nuevo del emperador” de Andersen, dice abiertamente, al gran Otro, lo que los demás sólo se atreven a cuchichear en privado.


Incidentalmente, Heidegger recurrió a la misma formulación en su defensa de su compromiso con los nazis: cuando impartió su seminario sobre el logos en Heráclito a mediados de los años treinta, ¡estaba claro para todo el que tuviera “oídos para oír” que estaba asestando un golpe devastador a la ideología nazi!


Por consiguiente, es la propia distancia interior de Shostakovich frente a la interpretación socialista “oficial” de sus sinfonías la que le hace ser un compositor soviético prototípico; esta distancia es constitutiva de la ideología, mientras que los autores que se (sobre) identificaban absolutamente con la ideología oficial, como Alexander Medvedkin, el realizador cinematográfico que protagoniza el documental de Chris Marker The Last Bolshevik, se vieron en apuros. Cualquier funcionario del partido, hasta llegar al propio Stalin, era en cierto modo un “disidente secreto”, que hablaba en privado sobre temas vedados en público.


Por otra parte, tal celebración de Shostakovich como un heroico disidente secreto no sólo es factualmente falsa, sino que ocluye la grandeza de sus últimas obras. Hasta para un oyente que tenga sólo un mínimo de sensibilidad, resulta claro que sus cuartetos de cuerda (merecidamente famosos) no son proclamaciones heroicas de desafío al régimen totalitario, sino un comentario desesperado a su propia cobardía y oportunismo: la integridad artística de Shostavich reside en el hecho de que consiguió expresar plenamente en su música su turbación interior, esa mezcla de desesperación, letargo melancólico, explosiones de rabia impotente, y hasta odio a sí mismo, en lugar de presentarse como un héroe secreto. El hecho de que su muy famoso Octavo Cuarteto de Cuerda se compusiera precisamente en el momento en que Shostakovich acabó por sucumbir a las presiones y se convirtió en miembro del Partido Comunista- un compromiso que le condujo a una desesperación casi suicida- es realmente crucial: es la música de un hombre roto donde los haya.


El bien conocido cliché sobre la oscilación rusa entre la depresión melancólica y estallidos de rabia impotentes pierde así el carácter a histórico de un “arquetipo” y se enraíza en la concreta constelación sociopolítica de los compromisos morales impuestos a los artistas en la era estalinista. El Cuarteto nº. 8, por ejemplo, con su deslizamiento desde la depresión morosa (“la tristeza melancólica eslava”) al estallido de rabia maníaca, y vuelta a la depresión, se acopla perfectamente al cliché eslavo. (De hecho es como si el movimiento interior típico de la forma de la sonata clásica- el inicio armonioso, el estallido y desarrollo del conflicto, la resolución final y el regreso a la armonía- se repitiera aquí en una forma extrañamente paródica: de la letargia melancólica al estallido impotente, y vuelta a la letargia inicial). Sin embargo, la tan ensalzada riqueza ascética de los cuartetos de Shostakovich, su amargura controlada, es el resultado paradójico de (su reacción a) la traumática intervención de la política estalinista, que cortó en seco su jugueteo satírico-experimental.


Para un análisis más detallado de estos dos niveles, ver Slavoj Zizek, The Arto f the Ridiculous Sublime, Seattle, University of Washington Press, 2000.


La gran cesura traumática en la vida de Shostakovich fue el rechazo brutal de su obra Lady Macbeth de Mtsensk en 1936, fomentado por el mismo Stalin, que abandonó furioso la representación después del segundo acto. A consecuencia de este rechazo, Shostakovich se retiró de la escena pública durante dos años, y después compró su vuelta al favor político con su proto-socialista-realista Quinta Sinfonía. En este caso, asistimos a un verdadero cambio de paradigmas: del primer Shostakovich, un brillante músico satírico y experimentador, a la tragedia épica musical que volvía a las formas tradicionales; de la tristeza lírica en tono menor a la impactante cacofonía del victorioso final, “Desfile en la Plaza Roja”.


Pero el primer Shostakovich no desaparece sin más, sino que resurge transformado como un doble oscuro del autor tardío.


Incluso sus grandes obras estalinistas (por ejemplo, la Quinta Sinfonía) son profundamente ambiguas: son obras impuestas, escritas por encargo, para complacer al amo, en contraste con las piezas “íntimas”. Precisamente por eso estas obras parecen satisfacer una cierta necesidad “perversa” del compositor que era plenamente auténtica. El mismo Shostakovich declaró que el final de la Quinta Sinfonía expresa la aceptación, irónicamente distorsionada y exagerada, del mandato (del superyó) de “ser feliz y disfrutar de la vida”, como si reprodujera musicalmente el golpeteo repetitivo de un martillo que transmitiera el obsceno requerimiento “¡Se feliz, sé feliz!”. Sin embargo, esta aceptación, en su propia distorsión exagerada, produce una satisfacción por sí misma. Por eso, incluso si aceptamos la indicación de Shostakovich de que el final de la Quinta tiene un sentido irónico, no se trata de la ironía que pensaba (una descripción crítica del optimismo oficial), sino del reconocimiento mucho más ambiguo del poder obsceno del mandato de ser felices que nos afecta desde nuestro fuero interno, que nos acecha como un espectro diabólico.

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